Nos pasamos la vida quejándonos de todos aquellos que nos la enturbian.
De la señora que se choca con nosotros y nos mira mal. O de aquel joven que nos arrolla en la calle sin una disculpa.
De todas las personas con paraguas que caminan pegadas a la pared.
Del señor que cruza en rojo mientras esperas agarrada de la mano de tu hijo.
El que conduce demasiado despacio y el que va muy rápido.
Todos los que tiran al suelo la basura.
El del maldito cigarrillo que está respirando tu hijo.
Los que se adelantan en la cola. Los que gritan palabrotas. Los que se burlan de los niños.
Pero yo hoy he decidido olvidarlos. No quiero prestarles más atención.
Quiero que mis hijos vivan fijándose en todo lo bueno que rodea el día a día y en toda la luz que la gente es capaz de brillar.
Quiero que vivan transmitiendo la bondad que sus corazones puros tienen.
Quiero que se queden con lo mejor de la vida.
Y se fijen en el señor que nos ayuda a sacar la compra del carro porque mi pequeña quiere que la tenga en brazos.
Aquel otro que espera en silencio con nosotros ante un semáforo en rojo y una carretera completamente vacía.
A la señora mayor que se agacha a recoger el juguete que se nos ha caído.
Los que te ayudan a entretener a tu hijo en una cola.
Quien te cede el paso.
Los que cantan. Los que dan las gracias. Los que sonríen.
Necesitamos contagiarnos la amabilidad, dejar ya de fijarnos sólo en lo que los demás hacen mal, en lo que nos molesta. Sólo hace que sintamos rencor, que aflore en nosotros el mal humor y que no nos deje ser mejores personas.
Hoy me quedo con las sonrisas, con las palabras amables. Con todo aquello que quiero que sea su ejemplo.
Con todo lo que quiero que anide dentro de ellos.
Porque quiero que nadie les enturbie el día, ni la vida.
Así que todo lo demás lo destierro.
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